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Sunday, December 11, 2005

Regreso

A San Fernando quiero ir en el vapor Delta.
Desde las escalerillas ver cómo el barco
separa
las cargas de troncos de los aserraderos
y los lomos florecidos de los caimanes.
Llegar a su puerto de tablones
donde el río entrega las aguas de cien
barrancas
y el recuerdo de algún pueblo orillero.
Cuando la lluvia descuelga sobre mi cabeza
angostas calles enhebran la cifra de tu
nombre.
El río crecido roza la capilla del ánima salvadora
donde iré a dejar unas cuantas monedas
por los amigos que enfermaron de distancia.
Al pasado quiero ir en el vapor Delta,
a los burdeles, a las galleras del traspatio,
donde Dios habita la plenitud de su tristeza.
Que todos los sabanales reblandezcan con
su brillo.
Yo me voy por esta senda donde el rayo se
enmantilla.
Amo las noches lenguaraces de sus muelles,
el sucio butacón de las nubes en los días de
invierno
con marineros apoyados a sus palancas de anoncillo.
El lirio viejo de sus bosques.
A San Fernando quiero ir,
quiero volver,
ahora que el paisaje ha muerto de alabanza.

El Àrbol de Mango

Para venir a poseerlo todo
no quieras poseer algo en nada.
San Juan De la Cruz

El árbol de mango
es inmortal
y no necesita de lo humano.
Forma umbríos claros
en lo denso del monte
y ahí perdura.
La palma
podrá sostener al mundo,
pero el mango
ha aceptado
la oscura llamada del bien.
Porque no quería tener
algo en nada
se ha ido:
más allá de las dunas azules,
entre madroños y píritus
de negra espina.
Allí
donde dos ríos se unen
como semblantes de soledad.


* Del libro: Tierranegra, Premio Concurso de Literatura Mención Poesía 1993, en Homenaje a Efraín Hurtado.

Origen del poema:
Eso me lo contó Majín, y a mí me sorprendió mucho. El comenzó a hablar de los árboles como seres humanos, y como uno siempre tiende a separar la vida de los vegetales de la vida de los hombres, es una diferenciación muy común, pero profundamente; es una diferenciación un poco absurda. No porque los árboles aparentemente no se muevan, no tienen vida, o sea, he oído por ahí que las flores gritan cuando las arrancan. Lo cierto es que en una oportunidad él empezó a hablarme de la manera como se comportan los árboles, de las costumbres de los árboles. Me comenzó a hablar de árboles que yo siempre consideré que eran árboles de patio, árboles que convivían con uno, árboles resignados a un espacio humano. El me llevaba la contraria y decía que los árboles tenían sus propias costumbres y viajaban como viajan los hombres, viajaban solitarios porque los árboles viajan solos, nunca viajan acompañados, por lo menos estos árboles de los que hablaba Majín.
Me habló de las costumbres del mango, me dijo que el mango no necesitaba del calor humano, o sea, que este árbol despreciaba el calor humano, un árbol que nosotros siempre lo asociamos a algo tan entrañable, a la convivencia humana. De pronto decía Majín: "¿Usted quiere saber cómo usted va por ahí por esos montes y entra en una selva intricada y en el centro de ella hay un árbol de mango?, ¿cómo llegó ese árbol de mango ahí?", y yo decía: "¿cómo se mueven los árboles en esas extensiones, caminarán de noche, se irán a escondidas cuando nosotros dormimos?". Yo no sé; pero algo de eso ocurre y eso hace que ese árbol viva de manera tan solitaria y emigre, llega un momento en que el mango se cansa de la presencia humana y decide abandonarlo a uno. Hay un momento en que ese mango se cansó de la presencia de uno, se puso bravo o triste, quién sabe, y decidió irse.
Eso pasa en el limonero también, el árbol de limón es un árbol que siempre está asociado a los patios, al Limonero del Señor, del poema de Andrés Eloy Blanco, con aquella presencia tan caritativa salvando a Caracas de la peste, y resulta que el limonero a veces no es tan caritativo, llega un momento en que se molesta con uno y se va a vivir a otro lugar.
Leyendo a San Juan de la Cruz, hay una imagen que San Juan utiliza para hablar del místico, una imagen del pájaro solitario, un pájaro que cuando se posa al borde de un tejado siempre aparece en ese momento cuando ya la noche va a llegar y el sol ya se puso, o sea, ya desapareció en el horizonte y los últimos pájaros van a buscar abrigo. Esos son los pájaros solitarios que no buscan abrigo, lo que buscan es alejarse de los otros pájaros para que no los fastidien, así como estos árboles. Cuando un pájaro se posa al borde de un tejado y viene otro pájaro que no es solitario y se le para al lado, éste inmediatamente vuela y lo deja solo. Así decía San Juan que era el místico, un hombre que amaba estar solo, que esculpía la soledad, el tiempo de su soledad. Así, estos árboles. Así asocié el cuento de Majín con el disgusto de los árboles, cansados de compartir tanto tiempo con los hombres y que decidían experimentar y vivir la soledad.
Majín es un campesino que vive, debe vivir todavía, quién sabe, en el hato de La Trinidad del Arauca. Nunca supe su apellido; Majín es algo así como un mago, un hombre de una gran memoria, con muchas historias. Todo el mundo en ese hato, los demás llaneros y la gente que llegaba por ahí, cuando querían recordar algo, recurrían a Majín. Era la memoria de ese territorio. Yo lo visitaba muchas veces; él dormía sobre un cuero de ganado, como dormían antes los llaneros. Al cuero del ganado le decían billete, porque valía más que la carne. Muchas veces a las reses las despresaban y dejaban la carne tirada y se llevaban solamente el cuero, porque era el cuero lo que valía, era el billete.

Carmelitas

En una casa cercana
unos perros sufren
cual monjes Carmelitas.
Un perro de sayal amarillo
de lomo engusanado
y una perra pequeña sin orejas.
Los he visto padecer
mientras una lechuza los observa
redonda y emplumada de fría tranquilidad.
Entre maderos apilados
y potreros renegridos de cálida bosta
reposan la vigilia nocturna:
la pureza mayor
es la intemperie mayor.
Así se purifican ellos mismos.
¡Qué santos son!

Estas Garzas

A la memoria
de José Natalio Estrada.

Estas garzas
deben ser castellanas
porque forman una V al volar.

Abajo

los ríos se represan
y se hacen cada vez más anchos.

Dos manatíes afloran
y lanzan tenues chorros de vapor blanquecino.

La vieja casona del puerto:
bisagras, cerraduras de bronce.
En el meandro constelado de uno de sus cuartos
los pezones negros de una mujer.

La cúpula
de la iglesia.
En un nicho de su fachada
el enyelmado guerrero
pregunta al ya caído en el hondón:
¿Quién como Dios? ¿Quién como Dios?
¿Quién como Dios?

Y más allá la sabana,
el polvo con el viento tras los viajeros
y el ganado,
y tras ellos el tardío anhelar del corazón.

Que sople fuerte el viento del idioma
para que estas aves lleguen lejos.

Reminiscencias

A la mitad de la segunda estrofa
aparece
la palabra "almendro".
El mismo árbol
estuvo
junto al palafito de una sola pieza
y el pequeño balcón de barandas.

Hoy
un taller mecánico
arroja restos de aceite y grasa,
ahí
donde tus amigos te recuerdan
de camisa y pantalón blanco
sentado en el chinchorro
frente al río.

La soledad
de aquellas tardes,
el esmeril
sobre el oro y el nácar de los versos.
Han sido
sesenta años,
tanta basura acumulada
sobre la línea serenísima de la tierra.

De aquella ciudad
que amanecía entre barcos de paleta,
de tu lecturas de Lugones,
de Herrera y Reissig,
bajo el ala corta del sombrero,
sólo resta
la palabra "almendro"
a la mitad
de la segunda estrofa.

Nocturno

Durante las noches de mi infancia
mi madre
saca una silla frente al portón
y duerme
con el abanico de palma moriche sobre las piernas.

El técnico del taller donde reparan radios
está aún
bajo una lámpara de luz muy pálida.

Durante las noches de mi infancia
los bulbos de una radio desarmada
vuelven a encender su voz
y de nuevo la voz desaparece.

Entre las ramas de un samán
transcurre el río;
se diría que esa noche
da a su paso
un tono más lento.

Durante las noches de mi infancia
escucho el rugido de los tigres
de la casa de los ingleses:
pobres animales enjaulados en torno a una piscina.
Yo sé
que tras el muro
lamen sus garras
y amurrungan los ojos.

Mi padre ha llegado en su jeep
y unas lechuzas lo sobrevuelan.

El único ratón de la casa da las nueve

porque a esa hora corre
y atraviesa la sala.

Celebraciòn del Color Negro

Brilla la luz, festejando la pureza del color negro:
el azabache negro,
el origüelo negro,
el que celebra el hocico del puerco en mitad del bosque.
Lo canta el grillo
inmóvil y orgulloso
bajo su dura piedra.
El espacio negro donde mi corazón palpita:
esponjado fieltro
en el que soy plena duración,
lento movimiento de aires y emociones.
El jervedor
ama lo intenso de sus plumas negras:
la pura forma
sin sombra de luz.
La que anida en intrincado nido la coitora.
El negro profundo
de donde penden las galaxias
como adornos
en el pelo
de una mujer oculta.

Vuelvo al Mèdano de Cabuyare


Viernes 6 de julio de 1982. Río Arauca.

Navego con las indicaciones que me diera un señor de apellido Castillo. A pesar de lo precisas que aparentaban ser, el río siempre las contradecía: donde era a la derecha, fue a la izquierda; donde era Hartaona fue El Tuqueque. Luego de ocho horas, por fin llego al Médano de Cabuyare. Es un médano a las orillas del Arauca, con su casa de posadas y un bosque de algarrobos. Al verlo he recordado esa edad feliz y distante. En su honor compuse este poema:

Vuelvo al Médano de Cabuyare

Hay árboles con barbas
a la orilla
del río.

Ya nadie

reconoce
al viajero.

Naturaleza del Exilio

Unas reses llegaron del boscoso anhelo,
de unas calcetas añoradas.

¿Qué sentido tenían aquellos animales
de rostros humanos?

La cocina era una hoguera
a media noche.

El acallamiento
vegetal del balcón

donde unos helechos
aletean como esfíngidos.

¿Qué fue de la quietud de unos parajes
que conocía tanto?

No encontré barriales constelados,
ni la camisa azul.

Era la naturaleza del exilio,
un río de nada.

Algo que corta una cebolla en pequeños trozos,
blanca, como un farol bajo un árbol marchito.

El Burdel

Era un recinto de ahilaradas habitaciones
muy cerca de la Imprenta de los Niños Huérfanos.

Al redoble del ángelus llegaban los comensales:
el fogonero de un barco de sal

un general
de negra perilla y voz de órgano:

el mismo que baña en vasos de aguardiente
sus riñones de toro viejo.

Desde los cuartos de las meretrices
se veían las casas de San Fernando

como granos de arroz
en el barro hediondo de los esteros.

En noches de chubasco
y de música de mabil

el sigilo afiló mi mano hasta la Media Morocota,
La Caimana o La Garza

aprisionadas en las verdes sales de cobre
de los alambiques.

Ellas fueron:
sobre breñales la fragancia del nardo

la oscura sabia que cintillea mi vida
y se pierde entre ciénagas.

1920

Imàgenes de la soledad
que vienen a mi
bajo la acallada luz de una làmpara,
delgado trazo de las horas
que me recuerdan el año de 1920:
los encaminados perdìan su ruta,
se oìan largas melopeas,
canciones que hablaban
de còmo las aguas del Jordàn
curaron de lepra a Palestina.
Muchos quisieron escapar
siguiendo el cauce acaracolado de los rìos
y naufragaron contra negros picachos de arrecife:
El Españolero, El Infierno.
Otros divagaban en lo fosco
entre palmeras espectrales
comiendo carne hùmeda,
calentàndose con un fuego encendido
con las boñigas de las bestias
y odorìferas ramas.
No podìamos sembrar sin perder la semilla,
ni criar ganados sin extraviarlos.
Por el Paso de Santa Marìa
llegò un hombre que se llamaba a sì mismo Enoch.
Su cabeza era un madero encendido.
Lo juro por el alma que ha puesto Dios en mì.
Los caballos se tranquilizaron al oìr su voz:
Ustedes andan perdidos?
Si, señor.
Y ustedes no han oìdo ni siquiera cantar los gallos?
No, señor.
Y dijo:
El mundo ha vuelto a ser anciano.
Esa noche dos niños decidieron casarse.
El borboriteo de los pàjaros
hervìa sobre las ramas de los àrboles.
La multitud encendiò grandes fogatas.
Dos hombres a caballo van
tras el cortejo,
mujeres con ramos de lirios muy pàlidos.
Cuando sòlo quedaron tizones encendidos
pasò un jinete ojeroso
en una mula negra
y màs atràs una punta de novillos con sus vaqueros.
Durante una hora estuvieron alinèandoe
por aquèl camino que no conocìan.
La niebla orillaba la coraza de sus caballos.
Ya no se inclinaba una rama
ni hacìa el poniente,
ni hacìa el naciente,
sòlo el polvo y los mujidos
y el restañar del bronce de sus aparejos.
Entre tantos reconocì a unos pocos:
Don Florencio Hernàndez y su caballo amarillo melòn,
el Señor Fuentes, Josè Manuel Pìo
el amo del Piñal,
Don Manuel Castro: arreando ganado.
Los baqueanos de Mata de Totumo, Doña Pancha
y Emilio Carrillo,
el General Galìndez y su espadìn de campaña,
Juancho Rodrìguez
el amo de ojo de Agua en un zaino cabos blancos,
Don Hernàn Moros y el General Gòmez,
Pèrez Soto y Leòn Jurado: todos venìan de lejos
comiendo bosta fresca con hojas secas de guàsimo.
Todos venìan de lejos: arreando ganado.
A la hora tercia de aquella noche
pude escapar y corrì entre àrboles redondos
hasta una antigua casona de zòcalo azul.
Bajo las llamas de unos mechurrios
habìa una hilera de cuartuchos,
un arpista y un maraquero
y danzantes mujeres de la vida
daban vueltas en loco remolino.
Allì
me quedè dormido
con el olor de sus lociones.
Al despertar
sòlo encontrè trozos, cuartos, mitades de cuerpos
quebrados en el espasmo.

En aquel año
lo perdimos todo.

Señor, he huido para no ver tu rostro pero tu rostro va conmigo.
Señor, he huido para no ver tu rostro pero tu rostro va conmigo.

Lo ùnico que nos quedò fue la palabra

y la palabra acampò en nosotros.